Hace unos días, reflexionaba sobre lo diferente que sería la comunicación con un hijo o la propia resolución de conflictos familiares, si pudiéramos cambiar por unos segundos nuestra forma de mirar y ponernos los «ojos de enamorado» con los que veíamos a nuestra primera pareja, al amor de verano o a cualquiera que nos haya hecho tambalear nada más verle de lejos.

Esas sensaciones sísmicas descontroladas que notabas por tu cuerpo, cada vez que te rozaba o aparecía en la lejanía. seguramente iban de la mano de un patrón conductual a la hora de comunicarte con ella, lo que favorecía vuestra conexión y empatía emocional.

¿Recuerdas escuchar a esa persona contándote un problema? Una discusión con su familia, un cambio en su vida, problemas con los estudios o con los amigos, cualquier cosa. La pasión ardiente y el deseo que sentías, hacían que te comportaras, aún sin saberlo, de la manera más efectiva:

Mostrabas cercanía le mirabas a los ojos, te olvidabas del mundo que giraba a tu alrededor y solo escuchabas lo que salía de sus labios (¡mmm y qué labios!). Por si esto fuera poco, le acariciabas, abrazabas, besabas y le susurrabas palabras tranquilizadoras al oído, con la intención de alentarle y sacar fuera la mejor versión que tenía dentro. Esa versión en la que tú confiabas plenamente. Pero por encima de todo, escuchabas. Parabas el tiempo en ese momento y ponías tanta atención en comprender su historia que la revivías como si fueras un personaje de la misma.

Ese apoyo incondicional y acompañamiento en los momentos complicados era una garantía para que él argumentara, sin complejos, todo lo que le pasaba por la cabeza, con todos los miedos y dudas del que se siente débil e indefenso, pero sabedor que no va a ser juzgado ni etiquetado. Tú te mostrabas cautelosa, sin ánimo de condenar antes de conocer las verdaderas motivaciones y, sobre todo, respetuosa con las decisiones.

Eso sí, una vez que ya entendiste mejor la situación, no tuviste reparos en decirle tu opinión, las cosas que aplaudías y las otras acciones con las que no estabas de acuerdo. En cualquier caso, la decisión final era cosa suya, aunque siempre sabía que tomara el camino que tomara, tú estarías allí para acompañarlo, amarlo y escucharlo cada vez que fuera necesario.

¿Y cómo actuamos ahora cuando es nuestro hijo el que nos plantea un problema? En demasiadas veces nos quejamos que nuestros hijos no nos hacen partícipes de sus vidas, que no se comunican y que no confían en nosotros.

¿Con qué ojos les miramos, con los de «Yo ya sé lo que va a pasarte» o los del «Amante respetuoso»?

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